miércoles, 2 de febrero de 2011

Ese barrio era una gonorrea



Este artículo sobre el barrio del cartucho en Bogotá me lo prestó para Andres Chaves, quién estaba preparando un documental sobre ese barrio

Aquí muchos dicen que El Cartucho siempre fue el barrio más caliente de la ciudad. Otros simplemente afirman que “ese barrio era una gonorrea”. Y tienen razón, porque desde la década de los 50, todos los periqueros, chirretes, bazuqueros, jíbaros y  marihuaneros comunes, solían surtirse en el barrio que cariñosamente llamaban El Tucho. La gente se preguntaba porqué a sólo cinco cuadras de la Casa de Nariño, residencia del Presidente de la República, se mantenía en pie un barrio de indigentes y porqué se rumoraba que allí una jirafa había sido empeñada por bazuco. El barrio, para pesar de muchos, finalmente fue demolido.

Hace tres años, cuando aún el barrio permanecía vivo, conocí en un fumadero a Gissella, una monumental morena desplazada por la violencia desde los 12 años, que había sido violada por su padre y que no encontró más refugio que El Tucho. Ella fue la que me contó el caso de la jirafa empeñada. Después de 10 años de vivir en el barrio, y sabiendo que tarde o temprano lo demolerían, había decidido “quebrar a ese malparido”, es decir, a su marido desde hacía dos años, que con poco billete para el vicio, había decido arrimarse a una jíbara que controlaba la distribución de perico y susto en el centro de la ciudad. Esa noche Giselle me confesó, empericada como estaba, que se iría de cacería.

-¡Campanero!... ¡Campanero!

Íbamos gritando todo el tiempo en la entrada del Tucho, por la calle décima, como a las tres de la mañana.  Habíamos salido de una tienda en La Candelaria, el barrio histórico de Bogotá y a sólo pocas calles del barrio caliente y de la casa presidencial.

Dos hombres se acercaron caminando. Les dicen campaneros porque en Bogotá campanear significa echar ojo, echar gafa. Pagamos dos mil pesos a uno de ellos. Eso incluía entrar y salir sanos. Precio bajo en realidad. Pero el peligro real no era convertirse en uno de los N.N que aparecían diariamente y que luego se enterraban en los patios traseros de las casonas abandonadas. Cuentan que muchos entraron por curiosidad y terminaron quedándose entre chirri, marihuana, y perico. Como lo de los franceses, que entraron a presentar su circo y nunca regresaron.

El campanero nos acompañó hasta la casa de su hermano, Don Omar. Uno conseguía los clientes en la calle y el otro vendía las drogas y el alcohol.  Entramos al patio principal, cubierto con lonas derruidas y equipado en los costados con tablas viejas sobre bloques que servían de sillas a las casi cien personas que metían de lo que ahí vendieran.

Don Omar nos aseguró que mientras consumiéramos no habría ningún problema, que él nos cuidaría. No éramos del barrio y la gente lo sabía. Tomamos asiento y pedimos una ronda de cervezas. En la puerta se escuchó una voz.  Todos volteamos a mirar y vimos a Gisella con una botella de guaro bajo el brazo, los ojos desorbitados y gritando que llamaran a Don Omar. Él la recibió, la abrazó y le preguntó qué buscaba. Ella sonrió, miró alrededor y dijo, con una seguridad que me atemorizó: “sólo perico Omarito, porque esta noche me voy de cacería.” Omarito asintió y le ofreció una silla…junto a nosotros.

Así conocí a Gisella, una morena que había llegado desde el Chocó. La guerrilla había ocupado el pueblo en que vivía y sus habitantes fueron desplazados. Su familia huyó a Bogotá, a uno de los barrios pobres de la periferia  Su padre se aprovechó de su edad, su madre nunca le creyó y ella, finalmente, se largó para la calle, al Cartucho.

Gisella habló sin parar. Estaba embalada. Don Omar le vendió cinco gramos de perico y le encimó alguna bichas de bazuco.  Cada veinte minutos sacaba un chuzo de la mochila - el mismo con el que pensaba quebrar a su marido-,  introducía la punta en la bolsa de perico, sacaba una montañita, abría sus ojos casi hasta reventar, nos miraba como niña glotona, e inhalaba el polvo sagrado sin titubear. Después repetía el rito y se metía otro pase por la fosa faltante. Después de sendos jalones nos miraba como loca y preguntaba: “¿Cierto que soy una gonorrea? ¡¿Cierto que soy una gonorrea?!” No respondimos.

Después de un par de horas de monólogo nos ofreció un trago de aguardiente y se lo agradecimos. Nos regaló un beso y dijo que tal vez seríamos los últimos en verla.  Me confesó con lágrimas en los ojos y un dolor que parecía verdadero, que su marido la engañaba con una jíbara de “La L”, otro barrio bajo del centro y actual sucesor del Tucho. Había decidido, a pesar su amor, enterrarle el chuzo que la defendía. Una puñalada trapera para que aprendiera. Por eso, dijo, se iba de cacería. Me contó lo de la jirafa y desapareció

Hace cinco años, cuando el gobierno de la ciudad inició el diseño del Parque del Tercer Milenio sobre los terrenos del Tucho, se elaboró un censo para saber quiénes y cómo vivían allí. Una familia amiga de Gisella, que controlaba un punto de distribución de bazuco, recibió al funcionario censal. Fueron amables a pesar de la desconfianza que despertaban los del gobierno, porque ya se especulaba sobre el plan para demoler el barrio. Las preguntas de rigor fueron contestadas con rapidez: “¿cuántos son?, ¿dónde nacieron?, ¿cuántos años han permanecido en el barrio?”, en fin. Pero una respuesta dejó perplejo al funcionario.

-¿Conviven con algún tipo de mascota?
-Si señor, una jirafa –respondió la dueña de la casa
-¿Una jirafa?
-Si señor, una jirafa. Antes también teníamos un rinoceronte, pero nos lo comimos.  Organizamos un asadito, compramos cervezas, invitamos a todos los de por aquí y ahí se fue el pobre animal.

Varios meses antes del censo un circo francés había ofrecido funciones gratuitas en El Tucho. Las carpas se mantuvieron llenas durante dos semanas. Los niños molestaban a los animales y la gente se peleaba por entrar. Los franceses estaban sorprendidos. No creían que un gramo de coca se consiguiera por dos mil pesos.  Abandonaron las funciones, agotaron su dinero, vendieron las carpas, las sogas, los animales, sus jaulas… todo, absolutamente todo se lo fumaron. Lo último que empeñaron fue el rinoceronte y la jirafa.  No se supo más de ellos. Giselle aseguraba que andaban por ahí…metiendo. Con el rinoceronte se organizó una parranda vallenata. La jirafa sobrevivió unos meses más y luego se la bajaron un domingo, entre polas, guaro y pipas.

Algunos dicen que la historia es falsa, pero yo la creo. Historias extrañas se cuentan sobre el Tucho y no podremos saber si son ciertas o no.  De no ser por los noticieros, nadie creería que desde allí, hace cuatro años, fueron lanzados dos rockets sobre la Casa de Nariño, el día de la posesión del presidente.  

Cientos de muertos quedaron olvidados bajo el demolido barrio. Giselle y la jirafa empeñada por bazuco seguramente permanecen allí.